Greenwashing en 2025: cuando la sostenibilidad dejó de ser un discurso creíble

Durante 2025, el greenwashing dejó de ser una práctica difusa para convertirse en un problema estructural expuesto públicamente. La narrativa de la sostenibilidad corporativa, que durante años funcionó como un escudo reputacional, comenzó a resquebrajarse ante reguladores, inversionistas y consumidores cada vez más informados. Lo que antes se presentaba como errores de comunicación o etiquetados ambiguos evolucionó hacia una estrategia más sofisticada: el llamado greenrinsing, donde las empresas anuncian compromisos climáticos ambiciosos para atraer capital y reputación, solo para debilitarlos cuando la presión disminuye.
Casos emblemáticos en sectores clave evidenciaron esta brecha entre promesa y ejecución. Compañías como Shell, BP, Unilever, Volvo, Air New Zealand y Coca-Cola ajustaron o diluyeron objetivos de descarbonización previamente anunciados, mientras reforzaban discursos tecnológicos —como la captura y almacenamiento de carbono— que, en la práctica, justifican la expansión de infraestructuras basadas en combustibles fósiles. El resultado fue una creciente desconfianza hacia soluciones que se presentan como “transicionales”, pero que prolongan modelos intensivos en emisiones bajo una narrativa verde.
El greenwashing ya no es un error de comunicación, es un riesgo reputacional.
La industria automotriz y la agroindustria tampoco quedaron al margen. Fabricantes como Toyota enfrentaron críticas por promover biocombustibles que, lejos de reducir emisiones, podrían incrementarlas hacia el final de la década. En paralelo, empresas agroindustriales fueron cuestionadas por estructurar financiamientos “sostenibles” con indicadores de bajo impacto real, evitando compromisos sobre deforestación o biodiversidad. Este desplazamiento deliberado de los objetivos ambientales revela una lógica de cumplimiento formal que prioriza el acceso a capital antes que la transformación del negocio.
En el consumo masivo y la moda, el escrutinio fue aún más visible. Multas, prohibiciones publicitarias y demandas legales pusieron en evidencia la contradicción entre modelos de producción acelerada y promesas de neutralidad climática. Marcas de ropa, equipamiento técnico y cuidado personal vieron erosionada su credibilidad al utilizar términos como “sostenible” o “amigable con el medio ambiente” sin respaldo técnico verificable. El mensaje fue claro: la sostenibilidad ya no puede basarse en storytelling sin evidencia.
El sector energético concentró algunas de las disputas más severas. Tribunales y autoridades regulatorias comenzaron a invalidar afirmaciones de “energía limpia” cuando no existían fundamentos científicos sólidos. Incluso industrias tradicionalmente aspiracionales, como la aviación y los cruceros, fueron sancionadas por minimizar su huella de carbono, marcando un cambio de paradigma en la forma en que se evalúa la comunicación ambiental.
La sostenibilidad dejó de ser un mensaje y pasó a ser una obligación operativa.
La crisis de credibilidad también alcanzó al sistema financiero y a los organismos de certificación. Multas históricas a gestoras de inversión y cuestionamientos a sellos ambientales demostraron que la vigilancia ya no se limita a los productos, sino que se extiende a los intermediarios que validan las promesas verdes. Incluso las grandes tecnológicas enfrentaron litigios por basar su neutralidad de carbono en créditos de compensación de dudosa efectividad.
En conjunto, 2025 dejó una señal inequívoca: el greenwashing ya no es una estrategia de bajo riesgo. La tolerancia social, regulatoria y financiera se ha agotado. Para las marcas, la sostenibilidad dejó de ser un atributo comunicacional y pasó a ser una exigencia operativa. La nueva ventaja competitiva no está en prometer más, sino en demostrar con datos, coherencia y cambios reales que el compromiso ambiental es parte integral del modelo de negocio.
