Coyuntura

Deflación en América Latina: por qué no siempre es una buena noticia

Durante años, la inflación ha sido una sombra constante para América Latina. En una región acostumbrada a lidiar con el encarecimiento del costo de vida, hablar de precios que bajan parece, a primera vista, una buena noticia. Sin embargo, la reciente aparición de deflación en Costa Rica (-1%) y Panamá (-0,3%), plantea un fenómeno menos sencillo de interpretar.

Si bien ambos países atraviesan un periodo de inflación negativa, los expertos coinciden en que la caída de precios no siempre se traduce en bienestar económico, y que detrás de las cifras hay matices que explican por qué esta tendencia no necesariamente representa un alivio para las familias.

La deflación —una disminución generalizada y sostenida de los precios— es algo inusual en América Latina. A diferencia de las hiperinflaciones que marcaron décadas pasadas, esta vez las causas no están ligadas a crisis internas, sino a factores externos y coyunturales.

Más que celebrar o temer la deflación, América Latina debe concentrarse en mantener una estabilidad dinámica, donde los precios reflejen un crecimiento sostenible.

Según Odalis Marte, secretario ejecutivo del Consejo Monetario Centroamericano, la caída en los precios internacionales de los combustibles y de algunos alimentos ha incidido directamente en el comportamiento del Índice de Precios al Consumidor (IPC) de la región. A ello se suma la apreciación de las monedas locales, especialmente el colón costarricense frente al dólar, que reduce el costo de las importaciones.

En El Salvador, que acaba de salir de un periodo deflacionario de cinco meses, la rebaja de aranceles a productos alimenticios también jugó un papel importante. En estos tres países, el peso de los alimentos y combustibles dentro de la canasta familiar es alto, lo que amplifica el efecto de los cambios internacionales en sus precios.

Aunque en el corto plazo la deflación puede generar una sensación de alivio —porque el dinero rinde más—, los economistas advierten que a mediano plazo puede tener efectos adversos.
Marte lo resume así: “La deflación puede afectar el crecimiento económico y la capacidad de las familias de generar más ingresos.”

Esto ocurre porque, al bajar los precios, las empresas tienden a reducir la producción, frenar las inversiones y postergar aumentos salariales. El consumo se estanca, los ingresos se estancan también, y el ciclo económico se enfría. En otras palabras: aunque los precios bajen, el poder adquisitivo real no necesariamente mejora.

De hecho, muchos ciudadanos en Costa Rica o Panamá no sienten un alivio tangible en su bolsillo. Como señala Carlos Acevedo, expresidente del Banco Central de Reserva de El Salvador, “los precios subieron tanto en la pospandemia que las bajadas actuales son apenas una corrección, no un retorno a la normalidad.”

La percepción general sigue siendo que “la vida está cara”, especialmente en países con costos estructurales elevados, como Costa Rica. En esos casos, la deflación puede ser más estadística que real.

No toda deflación es motivo de alarma. Los economistas distinguen entre una deflación coyuntural, asociada a ajustes de precios tras un periodo de inflación alta, y una deflación crónica, que sí representa un riesgo serio.

Un ejemplo clásico de lo segundo es Japón en los años 90, cuando la caída prolongada del consumo y la inversión llevó a una “década perdida”. En aquel caso, los consumidores postergaban sus compras esperando precios más bajos, lo que hundía aún más la demanda y generaba un círculo vicioso de estancamiento.

En contraste, lo que ocurre en Costa Rica y Panamá no refleja una recesión, sino una adaptación temporal a nuevos niveles de precios internacionales. Ambas economías continúan creciendo, lo que indica que la deflación actual no amenaza su estabilidad.

Mientras no se prolongue durante varios trimestres, esta baja de precios puede verse como una “pausa” saludable que corrige excesos previos y devuelve equilibrio a los mercados.

América Latina ha aprendido, a base de experiencias difíciles, el valor de mantener políticas monetarias prudentes. La independencia de los bancos centrales, las metas de inflación y la vigilancia del gasto público han permitido evitar crisis mayores.

Por eso, aunque la deflación despierte curiosidad —y cierta inquietud—, los analistas no ven en ella un riesgo estructural. Más bien, es una muestra de madurez económica y resiliencia regional.

La deflación puede afectar el crecimiento económico y la capacidad de las familias de generar más ingresos.

El desafío, sin embargo, sigue siendo el mismo: lograr el equilibrio. Ni la inflación desbordada ni la deflación prolongada son saludables. La meta ideal, según los especialistas, se encuentra entre un 2% y un 4% de inflación anual, un rango que permite el crecimiento sin deteriorar el poder adquisitivo.

En el contexto actual, la deflación en Costa Rica y Panamá no debería interpretarse como una señal de alarma, sino como un ajuste natural tras años de inflación elevada.
Sin embargo, el fenómeno recuerda que incluso los precios bajos pueden esconder riesgos si se prolongan demasiado.

La economía, en última instancia, depende de la confianza: si las personas no gastan y las empresas no invierten, el sistema se desacelera.
Por eso, más que celebrar o temer la deflación, América Latina debe concentrarse en mantener una estabilidad dinámica, donde los precios reflejen un crecimiento sostenible y las familias puedan sentir verdaderamente que su bienestar mejora, no solo en los números, sino también en la vida cotidiana.

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