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GIL IMANÁ – LAS 44 OBRAS DE LAS MANOS DEL ARTISTA, UN LEGADO DE AMOR

Hay historias que no nacen del arte, sino del amor.

Esta es una de ellas. Lucrecia Santos —Grecia— tenía apenas 13 años cuando comenzó a trabajar en la casa del maestro Gil Imaná y de la gran ceramista Inés Córdova. Era una niña de pollera, huérfana de afecto, con el corazón marcado por la vida. Ellos no tuvieron hijos, pero el destino los unió para formar una familia elegida: una construida con gestos, con cuidado y con ternura, compartiendo techo, afectos y cotidianidades.

Durante 31 años, Grecia acompañó a los artistas en su vida diaria y en su taller, fue testigo de su proceso creativo y de su profunda humanidad. Con el tiempo, su esposo Vladimir Aliaga también se integró a ese hogar, convirtiéndose en asistente y amigo del maestro.

“El arte puede sanar, dignificar y trascender; Gil Imaná nos lo enseñó con su vida y su obra.” —Daniela Mérida

“El Papayo ha sido mejor que mi padre, nos ha dado todo lo que la vida nos negó. Cuando me pagó mi primer sueldo, no sabía ni adónde ir… Él me enseñó a vivir con dignidad.” —dice Grecia—.

“Yo lo cuidaba como a una wawa —recuerda Vladimir—. Lo alzaba, le cortaba el cabello, le daba sus remedios. Él nos sanó el corazón.”

Cuando Gil enfermó, fueron ellos quienes lo cuidaron con amor hasta su último día. Tras su fallecimiento en 2021, la familia debió dejar la casa que había sido su hogar. Pero el legado del maestro no se extinguió: sobrevivió en los valores, la memoria y el amor compartido.

Esa historia íntima da origen a la exposición “Las 44 obras de manos del artista. Un legado de amor”, una muestra profundamente humana y simbólica, curada por Daniela Mérida, que entrelaza el arte y la gratitud, la belleza y la memoria.

Hace diez años, el maestro eligió a Daniela Mérida Gallery —entonces Mérida Romero— para realizar su 99ª exposición individual, una de las últimas en vida. Hoy, ese vínculo se renueva en una muestra que no sólo revisita su obra, sino que honra el sentido más profundo de su legado: la capacidad del arte de unir vidas, sanar y perpetuar la belleza.

“Las 44 obras de manos del artista. Un legado de amor” es un acto de gratitud. Las obras —todas disponibles para la venta— permitirán apoyar los estudios de Luz y Belén, hijas de Grecia y Vladimir, cumpliendo el fin más humano del legado del maestro: transformar la belleza en oportunidad, y el arte en continuidad de vida.

El conjunto reúne piezas donadas por el propio maestro a la familia que lo acompañó en sus últimos años, junto a otras obras inéditas —dibujos íntimos y personales que nunca salieron de su casa—, revelando la faceta más sensible del artista: la del hombre que transformó el arte en un puente de ternura, disciplina y comunión.

“Las 44 obras de manos del artista es más que una exposición: es un acto de gratitud y continuidad.”

Este legado fue reservado por el propio Imaná tras haber donado casi siete mil piezas y una vivienda que hicieron posible la creación del Museo Inés Córdova – Gil Imaná, en Sopocachi, espacio que perpetúa su espíritu generoso y su compromiso con la cultura.

Gil Imaná (Sucre, 1933 – La Paz, 2021) es una de las figuras más grandes del arte boliviano del siglo XX. Con más de siete décadas de trayectoria, su obra es sinónimo de coherencia, ética y sensibilidad. Junto a Inés Córdova —su compañera de vida y creación— formó parte del núcleo que renovó el arte nacional, buscando siempre unir materia, espíritu y emoción.

Su producción transita por series emblemáticas como La Mujer, La Revolución, El Paisaje y la Erótica Vitalidad.

En La Mujer, Imaná eleva la figura femenina a símbolo de la tierra, la montaña y la raíz andina: encarna la fuerza que sostiene y el origen que perdura.

En El Paisaje, el altiplano deja de ser fondo y se convierte en presencia viva, territorio sagrado y espejo del alma.

En La Revolución, el artista convierte el cuerpo en emblema del compromiso social: rostros anónimos que evocan la dignidad del pueblo boliviano, la justicia y la esperanza.

Y en Erótica Vitalidad, la línea respira libertad: el cuerpo se vuelve energía, el deseo ternura, en una fusión entre eros y espíritu poco habitual en su generación.

Como señaló el historiador Pedro Querejazu, la obra de Imaná “vincula al ser humano con la naturaleza, en un paisaje cósmico y ancestral donde la montaña y la luz se convierten en matriz de vida.”

Su trazo austero, su dominio de la línea y su silenciosa espiritualidad hacen de cada obra un testimonio de lo esencial. En Imaná, el arte no busca el brillo, sino la verdad; no se impone, sino que revela. Su influencia, reconocida en bienales, museos y colecciones del país y del extranjero, lo consagra como un creador universal que elevó lo andino al plano de lo trascendente.

Bajo la dirección de Daniela Mérida, la muestra recupera la atmósfera telúrica, contemplativa y serena del altiplano presente en sus obras. Cada pieza ha sido seleccionada con respeto, enmarcada y dispuesta con el mismo cuidado con el que el maestro trabajaba: en silencio, con devoción por la belleza y con gratitud por la vida.

“Gil Imaná transformó la belleza en oportunidad, y el arte en una forma de amor eterno.”

“Esta exposición no sólo muestra obra —afirma Mérida—, sino el pulso vital de una historia que nos recuerda que el arte es también un acto de amor y trascendencia. Gil Imaná nos enseñó que el arte puede sanar, dignificar y trascender.”

Con esta curaduría, Daniela Mérida renueva su compromiso con la memoria del arte boliviano, tejiendo puentes entre generaciones y preservando el legado de los grandes maestros.

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