A propósito de la Navidad…

Gary Antonio Rodríguez Álvarez (*)

¿Alguna vez escuchó decir a alguien “¡me hizo sentir como un perro!” o “me sentí como un perro”? ¿Verdad que sí? Pero…¿qué significa sentirse como un perro?

Primeramente, implica para esa persona sentirse mal, porque siendo el perro un animal, la propia comparación da para entender esa indeseada situación.

Segundo, la gente -en la mayoría de los casos- no trata bien a los animales y, siendo que la mascota más común es el perro, su maltrato proviene de un humano, de ahí que sentirse como un perro tendría que ver con ser tratado mal por otra persona, como si fuera un animal ¿verdad?

Tercero: sentirse como un perro da cuenta del estado de ánimo de alguien que no se siente mucha cosa porque su autoestima está por los suelos, ya que lo que dice o hace no merece la consideración debida, como cuando ladra un perro.

¿Se ha sentido Ud. así alguna vez? Confieso que yo, hace bastante tiempo atrás, sí me sentí así por muchas veces, de ahí que las explicaciones dadas tienen que ver con mi experiencia. Ciertamente, no es lindo sentirse así, impotente y desvalorizado. Sin embargo, hay personas que -a sabiendas o no- humillan a la gente de diferentes formas, haciéndola sentir como un perro.

¿Por qué trato este tema el día de hoy? Porque estando en época navideña, suele observarse en la gente un curioso desarme espiritual -una suerte de relajamiento del ego personal- que lleva a tener en cuenta al prójimo, a considerarlo “casi igual” por un tiempito, aunque, pasada la festividad, rebrotan las dolorosas diferencias mentales por el color de la piel, el apellido, el poder, la riqueza, la cuna, el conocimiento y hasta la falsa espiritualidad, que llevan a la vanidad. ¿Es o no es así? ¡Dura poco el tener consideración por los desposeídos, los que menos saben, los que menos pueden, los que menos oportunidades tienen!

En lo que a mí respecta -tal vez algunos no lo vayan a creer- mis primeros recuerdos de los malos tratos recibidos se remontan a mis cinco o menos años de edad y, de ahí en más, sin parar, a lo largo de mi pre-adolescencia, adolescencia, juventud, hasta siendo profesional ya. ¡Cuántas veces me sentí desvalorizado -por una u otra razón- por propios y extraños, al extremo de sentirme inútil porque todo lo que decía o hacía casi siempre era criticado porque estaba mal!

Mi consuelo era que -definitivamente- no era el único (mal de muchos, consuelo de tontos); además, porque cuando podía, yo también hacía lo mismo, en una suerte de toma y daca, para sacarme el peso a costa de otros (no valía la pena vivir así).

Créanme, lo intenté todo para mejorar mi autoestima -lectura, filosofía, filatelia, religión, acuarismo, metafísica, emulación de Cat Stevens (tengo la mayor colección de sus discos en Bolivia)- para transcender y, ciertamente, lo logré en muchos campos, pero siempre pasaba que, en el momento menos pensado, aparecía alguien que me hacía sentir como un perro (je, je, je). Sin embargo, siendo ya de 35 años, estando en el punto más alto de mi profesión con roce internacional y todo, pasó algo que me cambió la vida.

Conocí a una persona a quien no solo a lo largo de su vida los poderosos le habían querido hacer sentir como un perro -al ser hijo de una pareja pobre, menospreciaban sus enseñanzas- sino que, en el punto culminante de su misión en esta Tierra, lo trataron, literalmente, peor que a un perro. Me sorprendió que, pese a que le hubieran dicho que era un bastardo, hijo de pecado, hijo de perdición, etc., y a que debía andar huyendo para que no lo maten, no solo los perdonó, sino que murió por ellos.

Solo cuando accedí al conocimiento y recibí la revelación del significado del nacimiento, pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret; cuando la gracia del Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo me llevaron a la Verdad; solo entonces -y nunca más- nadie me volvió a hacer sentir como un perro, porque cuando se adquiere la identidad de hijo de Dios, poco importa ya lo que el mundo diga de uno. ¡¡¡Feliz Navidad!!!

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